«No vamos a traer ninguna vacuna que esté causando estragos en el mundo, solamente van a venir las vacunas comprobadas científicamente en Venezuela que son seguras para nuestro pueblo». Nicolás Maduro fue así de concluyente en su última aparición televisiva: descarta de forma tajante la administración de 2,4 millones de dosis de AstraZeneca en un rocambolesco ejercicio de «soberanía sanitaria» y pese a ser uno de los países de América que menos ha vacunado.
Así lo aprobó el Parlamento la semana pasada, incluida la solicitud de una licencia ante la Oficina de Control de Activos Extranjeros (Ofac) del Departamento del Tesoro para desbloquear los «fondos recuperados de la corrupción». El dinero no pasaría por Caracas, sino que sería entregado directamente desde EEUU a la OPS.
El milagro duró hasta el miércoles, cuando Maduro decidió bloquear la llegada de la vacuna pese a que Ciro García, director de Emergencias de la OPS, había aclarado previamente que la AstraZeneca producida en Corea del Sur no es la protagonista de los problemas en Europa. Sus beneficios son superiores a sus riesgos, insistió.
«No hay razones técnicas para no usar una vacuna que usa el mundo entero. Un grupito decide condenar a muchos millones más», denunció el prestigioso infectólogo Julio Castro, quien participa en la Mesa Técnica Nacional. Hasta Bolivia, aliado revolucionario de Caracas, ha recibido estas vacunas.
«Queremos vivir. Si Maduro tuvo el derecho de recibir la vacuna, todos los venezolanos también lo tenemos», clamó ayer Ana Rosario Contreras, presidenta del Colegio de Enfermeras del Distrito Capital, galardonada el 8 de marzo con el Premio Internacional Mujeres con Coraje, otorgado por el Departamento de Estado en Washington.
«No permitir la vacunación de los venezolanos es un acto criminal. Esto se suma a la larga lista de crímenes cometidos por la dictadura», protestó la diputada opositora Delsa Solórzano.